En el modelo clásico de la comunicación, aparece una línea directa entre esa persona que habla o escribe y esa otra persona que escucha o que lee. Pero, sinceramente, sólo hay un acto comunicativo humano que más o menos se asemeja a lo que propone ese modelo: la conversación cara a cara. Porque en todos los demás, cualquier otro que se piense, hay una serie de intermediaciones y de intermediarios que algunas veces disminuyen la fuerza de la comunicación, otras veces distorsionan el mensaje, alterando parcial o completamente su sentido, muchas veces impiden que el mensaje llegue a su destinatario, entre muchas otras situaciones.
La peor de dichas situaciones se da cuando, en los medios (audiovisuales o impresos), personas a menudo ajenas al emisor y al receptor (que así se llaman los que hablan) deciden lo que aquel va a decir o escribir y lo que este otro va a escuchar o a leer. A ese acto de intervención en la comunicación, en el proceso de la escritura y lectura de libros, lo llaman con una linda palabra: edición. Y al que se mete en medio de la comunicación se lo llama editor.
A menudo se ha querido hacer ver que la edición de libros es un proceso de difusión, un proceso hasta cierto punto filantrópico. Cuando en realidad no es ni lo uno ni lo otro: es un proceso de ocultación movido por intereses nada humanitarios sino monetarios. En efecto, cuando se decide publicar un libro, cuando una editorial decide publicar un libro, implícitamente está decidiendo no publicar muchos otros. En este sentido, el proceso de edición de libros se parece al proceso de edición audiovisual, que consiste en hacer un troceado, escogiendo sólo determinados fragmentos de vídeo y audio que formarán parte del montaje, dejando de lado otros que ya nunca veremos.
Las razones para escoger un fragmento de video y no otro son diversas; para seleccionar un libro y no otro, también. Lo que se piensa se va a vender más y lo que cuadra con la idea que se tiene de la clase de libros que se quieren publicar, son las razones más frecuentes; pero ambas se resumen en el término línea editorial. Ya la misma palabra nos hace sentir que hay una cierta estrechez de conceptos: es una línea, no una superficie, mucho menos un volumen.
A esto debemos sumarle algo más, otras decisiones que nos afectan: la decisión de distribuir y la decisión de vender. Digo sumar pero más bien debería decir restar, porque aquí nuevamente entran en funcionamiento las tomas de decisión acerca de lo que para el distribuidor o el librero resulta más rentable, en desmedro de lo que el escritor quiere decir y el lector quiere leer. En consecuencia, este último termina haciendo que se cumpla, infaliblemente, la máxima de Erich Fromm, según la cual “el hombre moderno vive con la ilusión de que sabe lo que quiere mientras que en realidad quiere lo que está previsto que quiera”, ya que el lector se limita a seleccionar de lo que encuentra.
Todo esto viene a cuento por el tema del que queremos hablar hoy. Comencemos, pues, a desmadejar la madeja por el otro extremo. Hablemos de las tendencias en la literatura latinoamericana, la que se escribe y la que se lee, que es lo mismo decir aquello que se publica y se distribuye y se vende, porque limitados como estamos a comprar los libros que llegan, no sabemos mucho de los que se publican y no llegan y, menos aún, de los que no se publican. Porque entonces el factor mercado termina condicionando el factor escritura, porque los autores comienzan a escribir lo que presumen se va a publicar, y no ocurre lo que yo (acaso románticamente) pienso que ocurría en los tiempos de Flaubert.
Basta darse un paseo por cualquiera de las grandes cadenas de librerías para darse cuenta que unas tres o cinco editoriales tienen copado el mercado de la literatura de creación, en el sentido estricto del término. Digo esto porque no quiero ocuparme de libros técnicos, tratados, literatura de autoayuda o infantil. Hablo de los géneros clásicos. Y de éstos, es necesario aclarar que un porcentaje que roza el 90%, se trata de novelas, cuando nos referimos a títulos recientes y autores contemporáneos. Y el otro 10% es ensayo o reportajes, o biografías, es decir, prosa de no ficción.
Así que hoy día, fuera de los esfuerzos de las editoriales del Estado y de algunas heroicas editoriales alternativas, no se publica mucha poesía, y cuento menos aún. Hay que irse a otra parte si uno quiere leer algo que no sea novela. Porque lo que publican Alfaguara, Norma, Tusquets, Anagrama, es predominantemente novela. Ya esto es algo para caer en sospechas, acerca de si se publican muchas novelas de autores contemporáneos porque es lo que ellos escriben o si es viceversa. Yo pienso más bien que lo último, como he venido insinuando.
El asunto tampoco sería para rasgarse las vestiduras sólo por eso, porque desde el siglo XIX parece que la novela se convirtió en el género más socorrido en virtud de versatilidad, ductilidad o maleabilidad; aunque el ensayo no le va a la zaga en esto (razón por la cual es el segundo género, estadísticamente hablando). El asunto se torna más preocupante cuando empezamos a revisar las novelas que las editoriales antes mencionadas publican.
Voy a hacer nuevamente la salvedad: estoy hablando de los autores contemporáneos y de novelas publicadas por primera vez en las dos o acaso tres últimas décadas. De un tiempo a la fecha, el predominio de lo histórico y lo policial (género en el cual incluyo también los llamados thrillers) es lo primero que resalta en estas obras. En segundo lugar, la temática amorosa, de pareja y la recuperación de la memoria familiar. Recientemente, aparecen con cada vez mayor frecuencia historias que tienen por personajes principales a escritores (algunos de la vida real) y por tema el proceso de escritura.
El predominio de las grandes editoriales y de los temas que ellas imponen es tal que en la última convocatoria del Premio de Novela “Rómulo Gallegos” no sólo se impuso una novela policial publicada por Anagrama (Blanco nocturno, de Ricardo Piglia), sino que de las restantes finalistas, solamente dos no fueron publicadas por alguno de estos sellos; y asimismo, prácticamente todas se ciñen a los temas ya expuestos: Cadáver Exquisito, de Norberto José Olivar (literatura sobre la literatura); Lengua madre, de María Teresa Andruetto (la recuperación de la memoria familiar); La pieza del fondo, de Eugenia Almeida (relación con el o con los otros); Lisboa. Un melodrama, de Leopoldo Brizuela (histórica); La orfandad, de Sylvia Iparraguirre (amorosa); El viajero del siglo, de Andrés Neuman (histórico-ficcional). Todo es silencio, de Manuel Rivas (a medias novela de iniciación a medias policial); Tres ataúdes blancos, de Antonio Ungar (thriller político-policial); las excepciones en cuanto a tema y editorial fueron Impuesto a la carne, de Diamela Eltit; y La piel del miedo, de Javier Vásconez.
En la lista anterior destaco, pero no por buenas razones, El viajero del siglo, de Andrés Neuman, novela que obtuvo el premio Alfaguara en 2010. Se trata de una obra escrita por un latinoamericano, ambientada en la Alemania del siglo XIX y escrita a la usanza de los novelistas del siglo XIX. Una obra en la que está totalmente ausente lo latinoamericano. Y así hay muchas otras con las que podríamos pensar en una suerte de globalización literaria, o lo que es lo mismo decir, una literatura que pudo haber sido por cualquiera en cualquier parte. Sobre este particular debo añadir un dato más. Muchas de estas obras editadas a principios del siglo XXI no hablan de su tiempo, sino que se van a otras épocas. Quizás esta va a ser el tiempo en el que se publicaron más novelas que no hablaron de su propio tiempo.
No quiero sonar tan drástico ni caer en excesivas generalizaciones, pero lamentablemente, cuando entro a esas grandes librerías, me siento con pocas alternativas para escoger, cuando de literatura contemporánea se trata; a pesar de la gran diversidad de títulos y autores, pero debido a la poca diversidad de géneros y temas. Volviendo al tema de inicio, y ya para cerrar mi intervención, el asunto es que nos encontramos muy condicionados al arbitrio de las grandes editoriales y lo que comercializan las grandes librerías.
Como decía, existen alternativas, por lo menos en Venezuela, para leer autores venezolanos que escapan a esa dictadura del mercado. Desafortunadamente eso no alcanza a los autores de la región. Faltan mecanismos de divulgación, ya sean editoriales o distirbuidoras para leer a otros latinoamericanos. Así, pues, lo que leemos aquí a menudo ha sido filtrado por las grandes catalanas. Suena paradójico, pero para leer a un autor colombiano tengo que esperar que su libro sea aprobado y publicado en España. Seguimos en la colonia.
Rafael Victorino Muñoz
Twitter: @rvictorino27
*Entre otras acepciones, el término intendencia tiene el sentido de instancia de control y administración; en este caso aplica o coincide, ya que las grandes editoriales se han convertido en los árbitros del gusto literario, administrando y controlando, más bien, monopolizando, lo que se publica y debe leerse.