Pese a la avalancha de certámenes (de baja, mediana y alta categoría),
pese al proteccionismo oficial, aún cuando un autor pueda "desenvolverse
entre una beca y otra", la literatura actual me está comenzando a parecer poco
menos que provinciana y aburrida. De muchos autores profesionalizados parece
que sólo va quedando un subvencionado improductivo, que vive una vida literaria
pero sin literatura. El principal protagonista de la literatura (de nuestros
días) parece ser la crisis de la misma (y no soy el primero que lo advierte).
No resulta muy traída de los cabellos la afirmación, ya sea que se refiera a la literatura de éste o cualquier otro país: hay regularidad, hay muchos
libros, hay abundancia de ediciones, pero sin textos descollantes. Tal parece
ser el sino de la literatura de este principio de siglo. Muchos parecen creer
que el hecho de que haya, en apariencia, subvenciones (para algunos), ingresos por
ventas, y cosas así, hacen que los autores superventas (por ejemplo, Pérez Reverte),
cada vez escriban peor: a mayor seguridad, las propuestas cada vez son más
pobres. Aquí, allá, en todo el mundo.
A primera vista, tales insinuaciones de un hecho como causa del otro podrían
parecer, de mi parte, una concepción algo romántica del oficio del escritor.
No, no pretendo que el escritor deba ser una suerte de asceta, de monje
entregado al sacerdocio de las letras, y que no debiera corromperse
entregándose al Estado que lo subvenciona o a la editorial que le compra sus
manuscritos.
Es necio pretender que la causa de la escasa relevancia literaria sean
los financiamientos, sea el (¿inadecuadamente?) llamado profesionalismo. Se
incurre en la falacia de creer que, en todos los casos, el escritor que se
mantenga estable se mediocriza de manera automática. Además, en realidad, en otras
épocas el escritor ha sido un profesional
de su oficio, de su arte; un individuo que sólo se dedica a lo suyo. Entre el
mecenazgo del CONAC, de los reyes de Castilla o de cualquier ente oficial o
privado, no hay mucha diferencia.
Acaso con tales especulaciones estoy buscando entender el aparente
vacío de la literatura contemporánea, de la falta de preponderancia de algún
autor, escuela o propuesta. Ya no hay movimientos, ya no hay vanguardias, ya no
hay modernismos, ni dadaísmos. Hay algunos autores, algunas obras. Pero no hay
nada que, para mí, me indique cuál es el signo de la literatura de esta época:
hay modas, nada más, de temas, autores o libros. Aunque, claro, la medianía
literaria no es exclusiva de nuestro tiempo.
No quiero explicar tal vacío por otras vías, más o menos sociológicas
o antropológicas: alienación, hiperestimulación en las grandes urbes,
degradación del espíritu contemporáneo y cosas así. El escritor no debe su obra
al hecho de vivir una determinada época sino, como parece ser, que la escribe
aún a pesar de vivir su época (el argumento es de Villoro).
La explicación de la ausencia de obras descollantes quizás sea de lo
más sencilla: no se puede pretender ver cada diez años más o menos, de ser
posible, a un Faulkner o a un Joyce; no hay un clásico para cada lustro. Estas
obras, cuando las hay, son excepciones, no constantes. Con revisar un poco la historia
uno corrobora la existencia de períodos bastante extensos y bastante áridos. El
vacío actual sólo podría ser una pausa entre lo último (¿el Boom?) y lo por
venir, quién sabe qué, dónde y por quién.
Rafael Victorino Muñoz (@soyvictorinox)
¿Y quien fue el último, según tu?
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