La pregunta cómo te hiciste lector
no tiene una respuesta única, no sólo porque la génesis de este interés puede
variar de persona a persona, las circunstancias familiares, sociales y
culturales son diversas, sino también porque incluso en una misma persona
confluyen diversos acontecimientos (podría llamarlos influencias), a veces en
diversos momentos. De esos momentos quiero hablar, a título absolutamente
personal (aunque a veces hablo en plural); esto que aquí digo es mi teoría
acerca de cómo me convertí en lector. Si alguien que me escucha se viera
retratado, sépase qué se hace con ese destino, como diría Silvio.
De esta manera, convertirse en lector no es un hecho, es un proceso, un
proceso en el cual hay circunstancias que nos hacen acercarnos y otras veces
alejarnos. Esto es muy importante que lo sepan los docentes y promotores de
lectura: el acercamiento a la lectura no ocurre de una sola vez, por insight.
Así como puede nacer alguna vez, hay que criarlo para que no fallezca apenas
nace, estimularlo para que crezca, sostenerlo para que se prolongue en el
tiempo. Después, algún día, ya grande, podrá andar solo por el mundo de las
librerías y las bibliotecas.
En este caso, el afecto por los libros se parece más al afecto por las
personas; incluso, creo que atraviesa por las mismas fases durante las cuales
desarrollamos afecto hacia las personas. Estas fases son: descubrimiento,
exploración, conocimiento y confirmación (no necesariamente en ese orden). Si
no se pasa por los cuatro momentos, el afecto se extingue. A menudo en la
escuela sólo asistimos al descubrimiento, a veces a la exploración; los que
estudian letras y hacen talleres pueden construir conocimiento acerca del
texto; pero esto último no significa necesariamente que confirmen su vocación
de lectores, sobre todo si las dos primeras fases no fueron significativas.
Voy a hablar ahora de
mi descubrimiento del texto escrito.
Mi relación con el texto escrito creo
que comenzó cuando, siendo un niño de ocho años, tenía que acompañar al mercado
a una tía, que era como el ama de casa en donde yo vivía, con mis abuelos. Como
pago, a veces me obsequiaban con una galleta o con una moneda de cinco
bolívares. Un día el regalo cambió: era una historieta ilustrada titulada Memín Pingüín, mi tía la compró para
regalármela, pero porque de seguro era ella la que quería leerla. No obstante,
me gustó. Así, comencé a pasar cada sábado esperando el momento de ir al
mercado y de recibir mi historieta como pago.
Como puede verse, en
este momento de descubrimiento de la lectura no menciono para nada mi
aprendizaje en la escuela. Como muchos de ustedes saben, en ese tiempo la
enseñanza de la lectura se limitaba a la enseñanza del código, más bien, a la
enseñanza del sistema de correspondencias grafo-fonéticas. Porque otros
aspectos del código (como la sintaxis) lo enseñan después y otros prácticamente
nunca.
Volviendo a mi
historia, entramos a la fase de la exploración,
que es más prolongada que el descubrimiento. El descubrimiento es sólo un
momento, que en mi caso terminó cuando, con el tiempo llegó a disgustarme el Memín Pingüin, porque se me “acababa”
muy rápido: en comparación con el tiempo de espera (una semana) el tiempo que
leía (quince minutos) era desproporcionado. Me volví exigente: pedí un texto
que no tuviera muchas ilustraciones, o ninguna, porque éstas ocupaban mucho
espacio y las letras muy poco.
Así llegué los
westerns, que eran los favoritos de mi papá y de un tío abuelo; aunque no
vivían conmigo pero a veces me los prestaban: Keith Luger y Silver Kane (mis
favoritos), Estefanía, entre otros. (Hoy me parece extraño que no censuraran
mis precoces gustos por esta literatura donde cada tres páginas había un
muerto.) A ellos los abandoné un poco por Ágata Christie, lectura preferida por
la tía antes mencionada.
Después o durante encontré
algunos volúmenes en el cuarto del fondo de la casa de mi abuela, una
habitación que usaban para depositar los trastos inservibles y que nosotros
apodábamos como el cuarto de las ratas; entre esos libros recuerdo los textos
de primaria de mis tíos: un Loyola y unas Nociones Elementales y una Geografía
Universal, que me gustaban porque eran más grandes, gruesos y porque me
parecían cosa de gente mayor.
Creo que leí tres
veces de manera consecutiva todos los volúmenes de una enciclopedia de historia
que tenía uno de esos tíos, aficionado también a manuales de psicología que yo
tampoco dejé pasar; después releí los volúmenes que más me gustaron de la
enciclopedia de historia (por ejemplo, el imperio persa), quizá unas cinco
veces.
Esto fue una práctica
frecuente en mi primera infancia literaria: éramos pobres y no podían comprarme
libros. Por eso, cuando me preguntaban qué quería para mi cumpleaños siempre
pedía un libro. Normalmente no me hacían caso; tal vez veían con escepticismo
que un niño leyera y pidiera libros motu proprio. Por lo general recibía
rompecabezas y otros juguetes “educativos”, para “desarrollar” mi inteligencia.
Como no manejaba
nombres de autores y de títulos, las pocas veces que accedieron a complacerme
en mis peticiones y me preguntaba qué quería exactamente, yo decía “cualquier
libro” y dejaba que ellos escogieran. Nunca acertaban, ya que suponían que yo
leía cosas de niños: Las nuevas aventuras de Superman, Historias de Walt Disney
espantosamente ilustradas (101 dálmatas, Blancanieves, Dumbo, La dama y el
vagabundo). Otros regalos, menos pueriles pero igualmente insufribles para mí
en esa época, fueron: Pensamientos del libertador, El popol-vuh, una
reconstrucción histórico antropológica de las 1.001 noches. (En posteriores
lecturas los he disfrutado, los tres.)
Yo también leía los
libros del colegio. Los leía en cuanto me los compraban, la primera semana de
clase. Después me pasaba todo el año escolar aburrido y abrumando a mis
maestras por todo lo que sabía: para mí no era más que un repaso (confieso que
siempre he tenido una memoria que hasta a mí me sorprende).
Por otra parte, cuando
visitaba con mi abuelo a algún pariente, a veces íbamos a casas donde había
bibliotecas. Si me preguntaban qué quería hacer (para que no molestara a los
mayores), si quería jugar (aunque casi nunca había otros niños), yo preguntaba
por la biblioteca (quizá creía que en todas las casa debía haber una). Recuerdo
sobre todo la de mis padrinos. Creo que allí perpetré mi primer hurto: no me
acuerdo de cuál fue el texto, sé que después me arrepentí pero no por
remordimientos de conciencia, sino porque no me gustó el libro y pensé que pude
haber escogido otro y me arriesgué por algo inútil.
A los once años me
mudé a casa de mi madre. Trabé amistad con varios niños, entre los cuales
recuerdo a Dorian; Dorian tenía lo que yo entonces creía que eran libros de
verdad: enciclopedias sobre botánica y zoología, sobre la segunda guerra
mundial, sobre armas, barcos, edificios, y el tesoro de la juventud. No tenía
mucha literatura en el sentido estricto del término. A mí eso no me importaba:
para mí lo fundamental era la información, el conocimiento, no la estética ni
el entretenimiento; a pesar de lo cual puedo decir que me distraje mucho con
aquellos grandes libracos que se vendían en todos los kioscos a un precio
inalcanzable para mí.
Ya había llegado a la
lectura, sí, pero no a la literatura, aún. En toda la enumeración que he hecho
anteriormente, no podrán encontrar más que un solo libro que forma parte de la
historia de la literatura universal. Ya saben cuál es la moraleja de esta parte
de mi historia.
Del bachillerato recuerdo
el Baratillo del libro, un sótano ubicado en la calle comercio, detrás de la CANTV
donde me gastaba la merienda comprando libros. Mi autor favorito, en ese entonces, era Otrova Gomas (Jaime Ballestas). Por supuesto, compraba algunos
porque así me resultaba más fácil esconder otros en mi bolso: rara vez un
dependiente de tienda se fija en alguien que compra, mas le resulta sospechoso
el que entra y sale sin comprar nada. Sólo el que ama los libros es capaz de
robarlos; robar un libro es como robarse un beso.
No quiero hacer creer
que yo era un niño anormal, que se la pasaba leyendo; antes al contrario,
siempre he sido un buen jugador de básquet, hasta la universidad incluso. Me
escapaba del liceo para ir al cerro o al río. Pedía dinero en las calles, para
ir a centros de videojuego (a los cuales aún soy adicto). Mis únicas diferencias
con el resto de los compañeros, aparte del gusto por la lectura, consistían en:
mi desdén por las peleas a puñetazos; mis extraordinarias notas (nunca me
aplazaron en nada y siempre fui el de mejor promedio, hasta el postgrado); era
el único alumno que le ganaba jugando ajedrez al profesor de dibujo técnico.
Paralelamente, en esa
época había comenzado a escuchar rock. Lo cual también terminó de orientarme y promovió, de una forma en verdad
curiosa, mi interés por la literatura. Por un tema de Metallica (For whom
the bells toll?) supe de Hemingway y de Donne, por otro del mismo grupo (The
call of Ktulluh) supe de Lovecraft; Iron Maiden me presentó a Poe, a través
del tema Murders en Rue Morgue.
Y a partir de la
música, tuve amigos con quienes, además de los discos, compartí el interés por
los libros. Por ejemplo, mi primera lectura de Cortázar fue por una
recomendación de Angelo, la primera persona con la que hablé sobre literatura
alguna vez en mi vida; Angelo en esa época también escuchaba rock, después le
dio por el punk.
También tuve otro amigo
rockero, Juan Carlos, quien hoy ocupa puestos importantes en un Ministerio. Su
padre y su madre eran docentes y también tenían libros (hoy me pregunto si yo
escogía a los amigos por ese hecho). A esa edad, me excuso hoy, no me
importaban mucho los títulos de los libros, ni los nombres de los autores; sé
que me los prestaban, los leía rápidamente y devolvía, más preocupado por el
hecho de que me prestarían otros que por el placer en sí del libro.
No pude seguir estudiando
de manera normal, quiero decir, en la escuela diurna (tenía que trabajar) y me
inscribí en la nocturna. Entre la salida de mi trabajo en las mañanas y la
entrada al colegio, tenía unas horas, que comencé a invertir leyendo en la
biblioteca pública. Podía leer horas y obras enteras sin acordarme de dónde
estaba. Creo que en esa época, tenía lo que ahora llamo mejor criterio. Recuerdo haber leído Beckford, Vallejo, Alegría,
Elitis, García Márquez. Ya era un lector.
Y así. No obstante
todo lo que los padres nos critican y me criticaron, a mí esta música me ayudó
en muchos sentidos, y hasta diría que me salvó de caer en otras cosas
(delincuencia, bandas). Curiosamente, estos muchachos que sí se extraviaron
tenían los mismos gustos musicales que sus padres (pero ésa es otra historia de
la cual me gustaría hablar algún día). Lo que sí tengo claro es que la persona
que sólo escucha música de moda rara vez se preocupa por saber algo más de lo
que escucha; en cambio el rockero investiga
sobre los orígenes de la banda, su influencias, quiere saber sobre
instrumentos, y pare usted de contar.
Yo creo que esta época
fue fundamental para mí, para ser definitivamente un lector, y quizás lo sea
para muchos, porque encontré algo que me mantuvo
en los textos; y cuando eso ocurre de manera firme en los dos primeros momentos
es lo mejor. Cuando pienso en todos esos niños que, gracias al trabajo
concienzudo de muchos docentes, y también de muchos padres, entra en contacto
con diversidad de materiales, esos niños que leen cuentos, tienen cuentos, les
piden a sus padres cuentos de regalo, son niños lectores, pero que después no
se convierten en adolescentes lectores, concluyo que algo debe estar pasando.
Ese vacío que se crea
en tal época puede tener dos grandes bases: por un lado, los adolescentes
tienen otros intereses, y no saben o no encuentran muchas veces respuestas en
los libros, porque sus libros de niño ya no le hablan, ya no es un niño. Y de
igual modo, la literatura que se lee en la escuela, o en el liceo, tampoco da
respuestas a ellos, sino que responde a la historia de la literatura o al
programa o a ambos. Yo tengo tiempo haciendo una campaña estéril a favor del
uso de la literatura erótica para promover la lectura entre los adolescentes,
pero en todas partes me acusan de inmoral. De verdad, una de las mayores
preocupaciones de los adolescentes gira en torno a la sexualidad.
Yo, que estuve en
contacto con la literatura erótica, incluso antes de la adolescencia, tuve la
oportunidad de leer una obra que prácticamente es pornográfica: El diario íntimo de Linda Lovelace. Y ya
me ven aquí hoy: no tengo ningún trauma, no soy paidofílico (es probable que
muchos pedófilos ni siquiera hayan leído una revista porno en su juventud).
Pero a lo que iba,
porque el asunto es que me enganché con los textos no por el tema del sexo sino
por la relación intertextual con el rock. Vi que mis otros intereses (como la
música) no estaban reñidos con la lectura. Es más, como algunas veces sucede,
algo que constituye un impulso definitivo hacia la lectura, encontré modelos que también eran lectores, tanto
en los amigos rockeros como en mis
ídolos de las bandas.
Así que en mi caso la
confirmación fue paralela a la exploración y antecedió al conocimiento: cuando
entré a estudiar literatura, ya mi relación con el texto era seria y estable. No
tuve que saber nada acerca de la literatura, acerca de la historia, ni qué fue
el romanticismo, ni que es un oxímoron, para ser un lector. El mío era un
afecto anterior a la comprensión. Nada después, ni siquiera un profesor pirata, podría cambiarla.
Rafael Victorino Muñoz
@soyvictorinox
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