De alguna
manera, y por alguna razón, nunca me han atraído demasiado las historias sobre los mismos escritores;
de hecho he leído pocas biografías de autores (en realidad no recuerdo haber
leído ninguna) y sólo algunos diarios: el de Mann, el de Henry James, el de
Virginia Woolf y el de Bucowsky; cuatro para ser exactos. Por cierto, coincido
un poco con lo que dice este último: él confiesa que no le interesan los
hacedores de vino, pero sí los vinos; a mí me atrae la literatura, no quienes
la hacen.
Como tales,
tampoco conozco demasiadas novelas sobre la vida y el ejercicio de las letras. La muerte en Venecia es uno de esos
casos. La mayoría de las veces lo que encuentro son diarios, como los ya
mencionados. Aunque la obra de Hemingway tiene algo de ambas: algo de confesión
y algo de invención.
Considero
que la novela de Thomas Mann es relativamente distinta, porque el centro de
atención es el personaje y no sus textos; aunque sí hay algo de reflexión sobre
la escritura, sobre el ser de esa
cosa que es la escritura. En Hemingway sí abunda el contar (contar y
reflexionar) sobre lo textual, sobre lo que estaba escribiendo en ese momento y
la preocupación por la técnica. También el personaje de Mann está aislado de
todos, incluso de sus iguales; en tanto que el Hemingway-personaje no.
Hemingway,
en París era una fiesta, hace un
relato a medias edulcorado a medias chismoso y con mucha maledicencia de la
vida literaria, como pienso que es de esperarse en esta clase de historias. Por
supuesto, el mejor salvado es él; los demás o parecen chiflados (como Walsh) o
inspiran lástima (como Joyce). El menos favorecido resulta Fitzgerald, a quien
el autor de El viejo y el mar concede
un extenso espacio.
Con todo,
me intriga saber por qué un retrato de la vida literaria pudo convertirse en un
best seller. Pienso que puede deberse a la posición que ocupa Hemingway en el
imaginario colectivo norteamericano.
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