Fue muy grande el anuncio para este
nuevo libro del premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez. Fue también
larga la espera, desde la publicación de Crónica
de una muerte anunciada. Para muchos fue grande la decepción; no me
incluyo, porque trato de no hacerme demasiadas expectativas: cuando me hablan
de una película muy buena, cuando me dicen que me van a contar un chiste que me
hará morir de la risa, cuando anuncian la “nueva obra maestra de la genial pluma...
etc”; trato, en suma, de pensar de antemano que no debe ser tan extraordinario,
así, si resulta buena, es agradable sorpresa, si resulta mala, era lo que
esperaba.
(Hablando
de películas, ésas que anuncian usualmente con un “del mismo director de...” o
“de los creadores de...” son las que precisamente evito ver: sé de antemano que
debe ser poco interesante; si no, hablarían de la misma y no del hecho de que
coincide con el director o productor de otra (y ni siquiera dicen su nombre),
es decir, en realidad no hablan del film en cuestión sino más bien alaban el
acierto del anterior. Claro está, actúo de manera distinta cuando la rúbrica es
de una persona cuyo nombre ya inspira cierta confianza y garantía: Kubrick,
Coppola, Scorsese...)
Volviendo
a la triste historia de las putas (el
título es, como el libro, sólo un bluff),
el planteamiento de la historia, quizá audaz en otra época, no dejaría de sonar
a gancho, podría sonar atractivo: los
amores (valga el término) de un anciano de 90 años y una joven de 14. Si
hubiera sido bien llevada a cualquier terreno, a lo idílico, lo sórdido
(porque, quien lo duda, en lo oscuro y sucio hay atracción), a donde fuera, se
habría salvado. Pero el autor evita a toda costa ir hacia un lado o hacia el
otro, agota las formas de mantenerse en medio y así acaba por no hacer que sus
personajes muevan ni al odio ni a la lástima ni a la pena ni a la risa ni al
elogio.
El
personaje principal y narrador es un hombre gris y mediocre que lo declara a
viva voz. Es ese mismo personaje que ya he visto en otras novelas, de Onetti (Cuando ya no importe), de Villoro (El disparo de argón), de muchos otros
latinoamericanos. El personaje, decía, habla de sí mismo y se empeña en que
todos sepamos que no es ni un héroe ni un desalmado, ni un idiota ni un genio;
habla desde su mediocridad, pero lo hace con una lucidez y una retórica
impropias de su medianía, lo hace con la voz de un premio Nobel, porque, no hay
que dudarlo, la voz es la de García Márquez. Eso le resta el único valor que
habría podido quedar: la verosimilitud del personaje.
A mí no me interesa ni la voz ni lo otro, quiero
decir, ni únicamente la anécdota. Si creyera que el asunto es sólo la voz en la
narrativa, sería, volviendo a la comparación con el cine, como ver una película
con guión flojo y con buenas actuaciones. El asunto está en el justo medio: es
tanto el chiste como la forma de contarlo. Y en el caso de Memorias de mis putas tristes, no es ni lo uno ni lo otro, sino
todo lo contrario.
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