Cuando yo era un joven,
un adolescente inexperto, y aún no aprendiz de escritor, tuve la oportunidad de
leer una novela sobre un joven, un adolescente inexperto, aprendiz de escritor,
que quería- hoy ya puedo reconstruir la frase completa- ser sublime sin
interrupción.
A esa edad, me
excuso hoy, no importan mucho los títulos de los libros (no me importaban), ni
los nombres de los autores; sé que me lo prestaron, el volumen, sé que lo leí
rápidamente y lo devolví, más preocupado por el hecho de que me prestarían
otros que por el placer en sí del libro. Pero de todas las lecturas de esa
primera época verdaderamente feliz de mi vida como lector, ése fue precisamente
el que más indeleble se presentaba en la memoria.
Nunca quise
preguntar a nadie, por el temor de que el autor resultara a la larga literatura
no muy seria aquella que veneraba
tanto mi memoria. Claro, tampoco recordaba demasiados detalles, que me
permitieran indagar. Es difícil preguntar por un libro del que uno apenas
recuerda detalles, cuyo título y autor hemos olvidado. Pero en el fondo, de
alguna manera azarosa y vaga lo buscaba, buscaba ese libro.
He aquí que un
día estoy en un remate de libros y veo una novela del vallisoletano Francisco
Umbral, de quien no había leído más que un paródico diccionario de literatura,
donde se burla de todos y de sí, y en unas declaraciones de prensa que querían
parecer polémicas o altisonantes. (Según declaraba el autor, no importaba que
se acabara la literatura por culpa de la Internet, porque él había desarrollado
ya su obra.)
Tomé la novela
pensando que, como no tenía un libro del autor, bien podría comprarla (sólo por
esa razón), y por ver si aparte de sus insolencias habría escrito alguna vez
algo que justificara sus declaraciones tremendistas. Abro una página al azar y
encuentro el inconfundible nombre del personaje secundario: Cristo Teodorito, alter ego del
personaje principal, narrador protagonista; alter ego, a su vez, del escritor.
Después de
comprarlo y llegar a mi casa, debo haber leído el texto con el mismo fervor
frenético de mi juventud, y con el mismo juicio concluyente al final, aun a
pesar de que solemos creer que todo lo que nos gustaba de niños o de jóvenes
(la comida, la ropa, la música o algunas mujeres) son detestables sólo por el
hecho de que nos gustaban cuando éramos niños o éramos jóvenes.
Creo haber leído
buenas novelas, disfrutando a veces a ratos, a veces al final, a veces ambas
(como con Por quién doblan las campanas),
a veces cuando se rehace en la mente de manera global la historia (como sucede
necesariamente con La invención de Morel).
Pero haber degustado cada línea, paso a paso, sólo con Las ninfas (de verdad me parece que el título no dice nada para lo
que es), y con una que es completamente diferente: Los tipos duros no bailan.
Las
ninfas es
una suerte de novela de iniciación mezclada con cuadro de costumbres de la vida
literaria de una ciudad provinciana en una España post guerra civil. El
argumento no debe diferir demasiado de las de este mismo género: un joven que
comienza a conocer la vida, el sexo, las letras, entre delirios religiosos,
borracheras y reprobaciones de los padres y de la sociedad.
El inicio es
bastante lírico, lo cual es una forma de decir que lo anecdótico es secundario.
Esto último va ganando peso y el soliloquio cede paso a la reconstrucción de
los hechos; aunque también a la reflexión, reflexión desde la distante madurez
del autor (ya mayor de 30 años para la época en que reescribe) y que sin embargo no diluye la esencia del sentir
adolescente.
Coincido con
Vargas Llosa en su afirmación con respecto a que quienes disfrutamos de la
literatura tenemos más recuerdos gratos asociados a lo que hemos leído que a
cualquier otra cosa o hecho en nuestras vidas: más recuerdos memorables de
libros leídos que- añado yo- de besos (sólo en algunos casos), juegos de
básquet, borracheras, viajes, desengaños amorosos. Y acaso todo eso lo vivimos
como en un texto.
Por otra parte,
mientras leía Las ninfas, mientras
recordaba y pensaba en lo que era y fue para mí esta obra (el libro más importante),
la mayor pregunta que me hacía- por qué esa emoción había sido tan indeleble
para mí- ya había sido respondida por el mismo autor:
... sólo muchos
años más tarde he vuelto a saber que, efectivamente... lo que uno lee después
de la adolescencia es ya siempre repetición de lo leído (se lee siempre el
mismo libro, como se escribe el mismo libro; el que uno quiere leer y escribir,
nuestro libro) y porque no hay
manera de que un libro leído más tarde pueda poseernos como nos poseyó aquél,
como nos poseyeron aquéllos.
Rafael Victorino Muñoz
@soyvictorinox
Nunca vuelves a tener la mirada (o el alma) inocente
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