jueves, 20 de septiembre de 2012

El barón rampante, Italo Calvino


Al igual que algunas otras que no viene al caso mencionar, esta novela de Calvino no es, para mí, más que la resolución de los detalles técnicos de una situación problemática dada. Trataré de explicarlo mejor.
Cuando yo era niño solía imaginar, por ejemplo, lo que sucedería si me encogía hasta llegar a medir diez centímetros. De inmediato, y sin dejar de lado la lógica que rige los acontecimientos en la realidad, comenzaba a resolver los problemas que se presentaban a raíz de ese cambio: cómo hacer para ir a la escuela, cómo hacer para comer, cómo hacer para que mi perro (Rin Tin Tin, igual que el de la serie) no me confundiera con un ratón, y así. Insisto, la solución debía plantearse de una manera real, haciendo lo más verosímil posible la situación; de modo que no podía recurrir a artimañas del tipo “llamo a Superman” o “me como las espinacas de Popeye” (solución imposible por demás, ya que yo odiaba las espinacas).
Algo parecido ocurre con el personaje de esta novela: Cósimo Piovasco de Rondó, el barón rampante, un día, luego de una discusión familiar (propiciada por su negativa a ingerir un guiso a base de caracoles), decide quedarse a vivir en la copa de los árboles y no bajar nunca más a tierra. He allí la situación problemática, como la llamé antes.
Cósimo, es decir, Calvino, tiene que dedicarse entonces a resolver los detalles técnicos para poder sobrevivir sin alterar la situación, y sin contradecir la realidad cotidiana. Así tenemos:
- Cómo protegerse en la intemperie: muy sencillo, “construir una cabaña en un árbol” (p. 29, en la edición que manejo, Seix Barral/Oveja Negra, 1985, y que citaré en lo sucesivo).
- Si quería ir de un lugar a otro: “lugares tan espesos de árboles sólo había [en] el golfo de Ombrosa” (por eso lo escoge el narrador como ambiente para su relato) y “al ser las plantas tan espesas, podía [Cósimo], pasando de rama en rama, desplazarse muchas millas, sin necesidad de bajar nunca” (p. 34-35).
El subrayado me pertenece y con él quiero destacar, en esta novela, lo que llamo la regla de acción, es decir, la regla que no puede contradecirse.
Continúo: existe en la región una banda de chiquillos desarrapados que viven de robar fruta y que normalmente se encuentran subidos en los árboles; con ellos Cósimo puede proseguir sus juegos y travesuras infantiles.
Todo lo que se les pueda ocurrir es previsto por el narrador: la educación, la alimentación, las relaciones humanas. Al cabo de un tiempo, Cósimo conoce a un grupo de personas que habían sido condenadas a no poner un pie en esos territorios. Viven en los árboles y él se les une, gracias a lo cual da solución a otro de los detalles: el amor.
El último problema a ser resuelto era el de la muerte. El cuerpo de Cósimo, al morir, seguramente debía reposar en la tierra, ¿cómo hacer? Un día pasa un globo aerostático a la deriva; Cósimo, ya anciano, se aferra a una cuerda y desaparece en el firmamento.
Aún cuando este género de textos me parezcan pueriles y no pasen de ser sólo un divertimento para la imaginación antes que literatura seria, algunos pueden llegar a ser verdaderas narraciones, como sucede con Autopista del sur, de Cortázar.

Las amistades peligrosas, Choderlos de Laclos


Las amistades peligrosas, varias veces llevada al cine, es una novela epistolar polifónica: una narración que se construye a partir de las voces, a partir de los textos (sobre todo cartas, pero también diarios) de varios personajes. Éste me parece uno de los géneros más complicados, por muy distintas y variadas razones.
En primer lugar, algo que me pasó con la lectura de Drácula de Bram Stoker, también del mismo género, fue que me aburrí con tanto detalle nimio. Claro, para mantener la verosimilitud el autor debe incluir en los textos (cartas o diarios) de los otros (personajes) muchas otras cosas (ajenas a la trama real), que es de lo que presume uno habla en las cartas. Curiosamente con Memorias de dos recién casadas de Balzac esto no me ocurrió; quizá porque la esencia misma de la historia tenía que ver con esas pequeñeces, esa cotidianidad.
Otra cosa que pasa, y le pasa precisamente a Choderlos de Laclos, es que no siempre se puede pensar como otro y hablar como otro, es decir, se termina siendo muy monocorde: en lugar de varias voces, parece una sola. Para evitar esto, si yo quisiera escribir algo así, podría recurrir a un ardid: solicitar a colaboradores invisibles la redacción de las cartas, explicándoles el asunto. Así se reflejaría mejor otra visión y otra voz, distinta de la del autor.
Ahora se me ocurre pensar que tal vez Choderlos hizo esto, o que si logró asumir voces diferentes al escribir las cartas y diarios que conforman su obra, pero tal vez el traductor se encargó de uniformizar los estilos y terminé leyendo precisamente lo que no quería: una voz hablando consigo misma, como una imagen repetida en mil espejos.

Oscar Wilde. Cuentos Completos (2007). Ed. Valdemar


Oscar Fingall O'Flahertie Wills, mejor conocido como Oscar Wilde, fue hijo de un médico y una escritora y vivió una infancia apacible en su natal Dublín. Posteriormente, a partir de 1874, cursa estudios en Oxford; allí recibió un reconocido premio de poesía, lo cual nos da a entender que ya para entonces había comenzado a escribir. Así, publica en periódicos y revistas sus primeros poemas. Además, desarrolla una gran actividad como conferencista en varios países (Estados Unidos, Inglaterra y Francia), exponiendo sus teorías acerca de la estética.
En 1884 contrajo matrimonio; de esta unión tuvo dos hijos. Entre 1887 y 1889 editó una revista dirigida al segmento femenino, y en 1888 publicó su libro de cuentos El príncipe feliz. A éste le siguen, El crimen de lord Arthur Saville y otros relatos, Una casa de granadas, entre otros. En 1891 recoge en un solo volumen su novela, El retrato de Dorian Gray, que anteriormente sólo había sido publicada en entregas. Wilde tuvo gran reconocimiento, tanto con sus cuentos y novela como con sus dramas, entre los que cabe mencionar Salomé y La importancia de llamarse Ernesto.
Además de su fama como escritor, también fue toda una celebridad por su personalidad excéntrica, pero no por ello falto de elegancia. Se le considera, si no el creador por lo menos el precursor de un movimiento: el dandismo. De hecho, cuando se habla de Wilde muchas veces se le define como eso, como un dandi: hombre que se distingue por su extremada elegancia y por sus costumbres y vestimenta refinadas; y de igual modo, cuando se habla del dandismo, el primer nombre que se menciona es el suyo, ya que le consideraba el árbitro de la moda, del vestir y del bueno gusto en su tiempo. Era, pues, un auténtico divo, que de vivir hoy día estaría permanentemente en la mira de los paparazzi.
Pero en 1895 el marqués de Queensberry (el padre de de lord Alfred Douglas, quien fuera amante de Wilde desde 1891), le acusó públicamente de homosexual. Wilde fue condenado a dos años de prisión. Estando allí escribe la Balada de la cárcel de Reading. Cuando culminó su encarcelamiento, y en medio del desprecio de los suyos (hasta sus hijos repudiaron de él), cambió de nombre (se hizo llamar Sebastian Melmoth) y se fue a París, ciudad en la que murió, en el año de 1900, en medio de una mala situación económica, que deterioró mucho su salud, aunada también a la bebida, a la que se aficionó mucho en sus últimos años. Poco antes de morir se había convertido al catolicismo. De manera póstuma, en 1905, se publicó su carta a lord Douglas, bajo el título de De profundis.
El presente volumen recoge todos los cuentos, incluyendo por supuesto los más conocidos y recordados de Wilde. Entre ellos destacan “El príncipe feliz”, “El gigante egoísta”, “El cumpleaños de la infanta”, “El ruiseñor y la rosa”, “El famoso cohete”; y aunque algunos se considera que fueron escritos para niños, la calidad de tales textos, que pueden ser leídos por personas de cualquier edad, es lo que permite ubicar a Oscar Wilde en un sitial especial en la historia de la literatura de todos los tiempos y todos los géneros. Su estilo y lenguaje, si bien son ricos y ornamentados, propios de un esteticista como Wilde, no por eso impiden, en modo alguno, que los textos sean sencillos y fáciles de comprender aun para el lector común.
Y aun cuando el autor fue un ferviente partidario del arte por el arte, es decir, se mostraba escéptico o contrario a la creencia de que la literatura tuviera que ligarse con la política o asuntos similares, incluso escribió una serie de ensayos al respecto (Intenciones, 1891), que le convirtieron en uno de los máximos representantes de lo que se ha dado en llamar esteticismo, no por ello debe pensarse que su obra es ajena a toda preocupación social. Al contrario, se considera que en buena medida el éxito de Wilde se basa en la aguda ironía que expone en sus obras, ironía que casi siempre estuvo dedicada a criticar las hipocresías de sociedad, de su tiempo y de sus contemporáneos.
Esto se puede observar en varios de los relatos mencionados anteriormente, como El príncipe feliz o en El cumpleaños de la infanta, en los que se ponen de relieve los rasgos que Wilde atribuye a la clase burguesa o a la nobleza: desprecio por los problemas e inquietudes de las personas desposeídas; sobrevaloración de lo pragmático y lo superficial, dejando en segundo plano los sentimientos y otros valores; visión utilitaria de las personas de baja condición (sirvientes, empleados), cuya vida es menos valorada que el servicio o trabajo que realicen.
Así que sin querer, o queriéndolo, Wilde terminó siendo, pues, un crítico de su tiempo, que no sólo escribía para decir lindas mentiras disfrazadas que gustaran a los niños. Ya que debajo de cada línea suya, de cada ironía, aguda y mordaz, se esconde la visión de una persona que acaso imaginó un mundo menos injusto.