domingo, 11 de septiembre de 2011

Crónicas de H. Bustos Domecq - Borges y Bioy Casares

Bustos es un autor imaginario que habla de seres imaginarios (como espejos enfrentados), con un estilo falsamente laborioso, plagado de términos alambicados y rebuscados (palabras como “fumistería”), lleno de latinazos y referencias grecolatinas, exagerada y excesivamente entusiasta para con las cosas que reseña. (Es curioso reseñar la obra de un autor imaginario que discute sobre otros no menos irreales. Me pregunto si no seré yo también ficcional.)

El volumen, publicado originalmente en 1967, reúne un conjunto de ensayos y discusiones- más bien exposiciones- sobre las propuestas estéticas de escritores, arquitectos, gastrónomos, historiadores y hasta diseñadores de moda, absolutamente ficticios, pero no inverosímiles. Y aún cuando las crónicas de Bustos Domecq abarcan una gran diversidad de intereses, pueden notarse tendencias.


Una de éstas se relaciona con los procesos de simplificación u ornamentación del texto; en un sentido cuantitativo, más bien sería procesos de reducción o agrandamiento o abultamiento. Un ejemplo lo constituye el caso del poeta César Paladión, quien con la intención de “sincerar” un poco la escritura, en cuanto a influencias se refiere, decide llevar hasta sus últimas consecuencias la presencia en sus escritos de otro texto o autor. Así, en lugar de admitir en sus obras “la palabra o, a lo sumo, la frase hecha, Paladión anexó un opus completo.” Así, la cita se convierte en la obra, o viceversa. Paladión en lugar de ser un autor que hace alusión a “Las Geórgicas”, “El Emilio”, “La cabaña del Tío Tom”, escribe otra vez estos libros.

Un caso similar es el de Lambkin Formento: a fuerza de meticulosidad, precisión y detallismo, hace que su crítica de un texto sea el mismo texto criticado (“intuyó que la descripción del poema, para ser perfecta, debía coincidir palabra por palabra con el poema”).

No menos curioso resulta el poeta Bonavena, quien quiso verter la realidad en un poema; pero ante la imposibilidad que de suyo supone lograr tal cometido, decide centrar su atención sólo en un sector limitado de la realidad: el ángulo Nor-noroeste de su escritorio. Así, describe con una minuciosidad neurótica todo lo que tiene que ver con dicho sector: las vetas de la madera, las dimensiones, los objetos (ceniceros, lápices) que allí estaban.

También está Loomis, un autor cuyas obras coinciden con el catálogo de las mismas (Oso, Catre, Boina, Nata, Luna, Tal vez), ya que los poemarios se limitan a esas seis- o siete- palabras: el título y el contenido coinciden perfectamente, el título es la obra; en el libro Nata sólo aparece la palabra “Nata”. Loomis justifica su poética diciendo: “¿No hay mayor poder de evocación en la palabra Luna que en el Té de los ruiseñores de Maiakovski?” Y no sólo se trata del contenido de evocación de la palabra, sino también de la valoración que tiene para quien la escribe: antes de poner sobre el papel Catre, el poeta pasó dos meses de rigores mal durmiendo en una estrecha cama de convento. Loomis escribió ese libro, esa palabra, porque los había vivido.

Bustos Domecq también nos refiere el nacimiento de un nuevo teatro universal (universal no por su alcance o difusión sino porque el universo es su teatro). El precursor de la corriente fue un tal Bluntschli, quien al principio mostraba aún actitudes “teatrales”, como amenazar a alguien con un revólver de chocolate; más tarde renuncio a tales experimentos e, imbuido en su arte, “anduvo por las calles, incursionó en oficinas y tiendas, confió una misiva a un buzón, adquirió tabaco y fumólo, hojeó los matutinos, comportóse como el menos conspicuo de los ciudadanos”, dotando de teatralidad a la vida y viceversa. Su mensaje halló eco en un tal Longuet y un centenar de jóvenes que se lanzaron a la calle a poner en práctica la doctrina de Bluntschli. Así asestaron “un golpe de muerte al teatro de utilería y parlamentos; el teatro nuevo había nacido; el más desprevenido, el más ignaro, usted mismo ya es un actor; la vida es el libreto”.

La hipérbole y la paradoja son la constante en las propuestas reseñadas por Bustos. Lo cual pone en evidencia lo que sucede al llevar al extremo (del ridículo) toda pretensión artística, que siempre tiene en sí el germen de la contradicción.

Cuentos completos - Julio Ramón Ribeyro



El hecho de no haber leído nunca antes a Ribeyro sino hasta ahora que me topo con un ejemplar de sus Cuentos completos me hace pensar en lo que Flaubert escribió en un ocasión: uno debería publicar sólo sus obras completas, es decir, abstenerse de publicar cualquier texto por separado y, cuando se piense que ya hemos llegado al final del proceso de construcción de toda la obra, de todas las obras, entonces sí publicar.

Para mí es como si Ribeyro no hubiera publicado sino esto. No asistí a la evolución de su proceso pero sí puedo verla, ya que leer las obras completas de un autor de una sola vez, en una lectura, lo que uno nota, por lo menos en el caso de este autor peruano, es una gran campana de Gauss: una curva que comienza a subir lenta y perezosamente al principio, tiene una cima (sus mejores logros) y después decae.

Como siempre, más que hablar del texto o de sus características (lo cual es bastante difícil dado que se trata de una buena cantidad de relatos) prefiero hablar de mi lectura del texto. Debo al respecto confesar que le tengo cierta desconfianza a los narradores que sólo emplean la primera persona (lo cual es predominante en Ribeyro). Me parece que es la forma más sencilla de abordar un cuento (es la que emplean todas las personas diariamente para contarnos trivialidades sobre lo que les pasó en el autobús o cuando estaban en el supermercado); cuando se trata de contar nuestros propios asuntos y empleando la primera persona parece que no se requiere de mucho esfuerzo imaginativo al abordar la psique del personaje.

Por otra parte, casi todos los relatos (no sólo los de Ribeyro) son como divertimentos, son un género ajedrecístico, inteligente: uno como escritor siempre tiene que luchar contra la presumible suspicacia del lector y tratar de desarmar las hipótesis que éste aventura. Al final uno (el escritor) gana la batalla si puede dejar sorprendido al lector. Esto no sé si lo había pensado antes, pero lo noté mucho al leer los cuentos de Ribeyro (quizás no me dio otra cosa en qué pensar).

Cuando leo un volumen de esta naturaleza (relatos completos, o antologías de relatos, ya sean individuales o colectivas) tengo la costumbre de marcar los que considero los más resaltantes para después releerlos. Ahora bien, la relectura de algunos de los relatos de este volumen me causó perplejidad: no sé si fui muy indulgente al principio o muy estricto al final, porque en algunos casos llegué a hacerme la misma pregunta que uno se hace cuando se encuentra con una ex: ¿qué le habré visto? De esta última y tajante relectura sin embargo sobreviven algunos cuentos, uno que considero simplemente un prodigio de la arquitectura narrativa: Carrusel

Sin noticias de Gurb - Eduardo Mendoza



Escribir humor sin dejar de ser literatura seria no es cosa sencilla, quiero decir, a veces hacer humor acaba convirtiéndose en literatura fácil, literatura light y a veces hacer literatura acaba por parecerse más a un juego de inteligencia que un juego de humor.

Tal parece que los humoristas no escriben textos muy literarios y viceversa. Menos aún graciosos resultan los que no escriben humor sino sobre humor; pienso sobre todo en esos fárragos que buscan analizar y teorizar el humor, como lo que hicieron Bergson y Breton.

Mendoza de alguna manera lo logra; logra esa risa alegre y pura. Además, me permitió descubrir a un escritor muy particular. Ésta resulta ser una obra relativamente menor de una autor que ya era importante, gracias a una saga que tiene como personaje principal a un detective muy particular, y que oscila entre la parodia a la novela negra, el relato experimental y hasta la novela gótica.

De verdad leyendo Sin noticias de Gurb río a mandíbula batiente y a lo largo de casi todo el texto: no tiene baches o disminución en la intensidad, como pasa con algunas películas que en algún momento dejan la risa y torna a la acción o al drama. 



Sin noticia de Gurb es probablemente uno de los libros más graciosos que haya leído, junto con El club de los parricidas de Ambrose Bierce, El robo del elefante blanco y otros cuentos de Mark Twain, Espérame en Siberia, vida mía, de otro español: Enrique Jardiel Poncela. Y no digo que es gracioso porque sonría, porque entienda el chiste y me haga cómplice de él; no es ese humor inteligente de Sterne o del mismo Cortázar, ante el que uno sonríe complaciente al darse cuenta de que el emperador está desnudo.

La divina comedia (nueva relectura)

Me lo impuse, fue una obligación, pero la evité siempre: salía por allí, veía películas, en fin. Cuando regresaba a casa, allí estaban los dos volúmenes de la edición preparada por Ángel Crespo. Me propuse realizar una lectura que, por imposible que parezca, obvie o deje de lado mis convicciones y gustos como lector particular y me fundamenté sobre todo en mi condición de profesor de literatura; pero, igual que otras veces fracasé (o fracasó el libro)me ha parecido insufrible casi toda la piadosa cantiga (o cantinela) del Dante.

Y yo que creí haber adquirido cierta madurez, creí que me sucedería lo mismo que con la relectura de Ulisses. Todo lo contrario: ahora, en esta relectura de la Comedia, ni siquiera encontré gusto en el canto del Infierno, que tanto estimuló mi romántica imaginación de adolescente. Y, como siempre, he leído sin dejar de pensar qué es lo que me incomoda de este libro. Creo que son cuatro cosas, fundamentalmente:

- Un libro que, implícitamente, trata de convencerme de algo (que compre Coca-cola, que sea feliz, que no me preocupe, que deje de fumar, de beber, de fornicar, de pecar) me resulta tan tedioso como la televisión, además de que carece de los atractivos (por ejemplo las modelos) y las ventajas 
de ésta (por ejemplo lo breve de los mensajes).

- En segundo lugar, el amor infinito de Dante por Beatriz (así como el de Petrarca por Laura) parece una pose, una pose que se puede considerar hasta un ardid publicitario para la época.

- El que una persona se proponga escribir algo y lo diga de otra forma, aún teniendo claro lo que quiere decir, además de necio me parece abusar de la paciencia del lector, enredándole intencionalmente las cosas; no es que yo piense que uno deba simplificarse en exceso para ponerse a nivel de los lectores incapaces, pero si uno sabe cómo decir algo, lo tiene claro, ¿para qué oscurecerlo? Por vanidad. Digo, Dante en aquella famosa carta parece saber muy bien que quería con su Comedia.
- Por último, y como corolario de lo anterior, yo también veo en la lectura una forma de felicidad, como decía Montaigne. Un texto que requiere cuatro formas de interpretación (literal, alegórica, moral, anagógica) demanda un esfuerzo que convierte en ingrata o infausta la tarea de leerlo. Y, pues, a mí Dante no me procura ningún solaz. Quizás a otros sí, o al menos eso declaran.