sábado, 28 de diciembre de 2013

La escritura en cuanto profesión

Pese a la avalancha de certámenes (de baja, mediana y alta categoría), pese al proteccionismo oficial, aún cuando un autor pue­da "desenvolverse entre una beca y otra", la literatura actual me está comenzando a parecer poco menos que provinciana y aburrida. De muchos autores profesionalizados parece que sólo va quedando un subvencionado improductivo, que vive una vida literaria pero sin literatura. El principal protagonista de la literatura (de nuestros días) parece ser la crisis de la misma (y no soy el primero que lo advierte).


No resulta muy traída de los cabellos la afirmación, ya sea que se refiera a la literatura de éste o cualquier otro país: hay regularidad, hay muchos libros, hay abundancia de ediciones, pero sin textos descollantes. Tal parece ser el sino de la literatura de este principio de siglo. Muchos parecen creer que el hecho de que haya, en apariencia, subvenciones (para algunos), ingresos por ventas, y cosas así, hacen que los autores superventas (por ejemplo, Pérez Reverte), cada vez escriban peor: a mayor seguridad, las propuestas cada vez son más pobres. Aquí, allá, en todo el mundo.

A primera vista, tales insinuaciones de un hecho como causa del otro podrían parecer, de mi parte, una concepción algo romántica del oficio del escritor. No, no pretendo que el escritor deba ser una suerte de asceta, de monje entregado al sacerdocio de las letras, y que no debiera corromperse entregándose al Estado que lo subvenciona o a la editorial que le compra sus manuscritos.

Es necio pretender que la causa de la escasa relevancia literaria sean los financiamientos, sea el (¿inadecuadamente?) llamado profesionalismo. Se incurre en la falacia de creer que, en todos los casos, el escritor que se mantenga estable se mediocriza de manera automática. Además, en realidad, en otras épocas el escritor ha sido un profesional de su oficio, de su arte; un individuo que sólo se dedica a lo suyo. Entre el mecenazgo del CONAC, de los reyes de Castilla o de cualquier ente oficial o privado, no hay mucha diferencia.

Acaso con tales especulaciones estoy buscando entender el aparente vacío de la literatura contemporánea, de la falta de prepon­derancia de algún autor, escuela o propuesta. Ya no hay movimientos, ya no hay vanguardias, ya no hay modernismos, ni dadaísmos. Hay algunos autores, algunas obras. Pero no hay nada que, para mí, me indique cuál es el signo de la literatura de esta época: hay modas, nada más, de temas, autores o libros. Aunque, claro, la medianía literaria no es exclusiva de nuestro tiempo.

No quiero explicar tal vacío por otras vías, más o menos sociológicas o antropológicas: alienación, hiperestimulación en las grandes urbes, degradación del espíritu contemporáneo y cosas así. El escritor no debe su obra al hecho de vivir una determinada época sino, como parece ser, que la escribe aún a pesar de vivir su época (el argumento es de Villoro).


La explicación de la ausencia de obras descollantes quizás sea de lo más sencilla: no se puede pretender ver cada diez años más o menos, de ser posible, a un Faulkner o a un Joyce; no hay un clásico para cada lustro. Estas obras, cuando las hay, son excepciones, no constantes. Con revisar un poco la historia uno corrobora la existencia de períodos bastante extensos y bastante áridos. El vacío actual sólo podría ser una pausa entre lo último (¿el Boom?) y lo por venir, quién sabe qué, dónde y por quién.


Rafael Victorino Muñoz (@soyvictorinox)

Los libros más importantes del año 2013

A estas fechas (escribo esta nota un sábado 28 de diciembre) ya se han publicado y se seguirán publicando unas cuantas listas sobre los libros más importantes del año 2013, importantes para las editoriales, para las personas que venden los libros, algunas veces importantes para alguno que otro crítico a quien se le ha consultado la opinión para reforzar la publicidad de las editoriales, o importantes según algunas encuestas hechas con el mismo fin.

Lo peor de todo, es que normalmente estas listas se refieren a los libros publicados (incluyendo reeditados o reimpresos) en ese mismo año. Tengo para mí que quienes elaboran estas listas quizás piensan varias cosas (de más está decir que un poco falaces):

- Que todos los años se publican libros importantes
- Que los libros que se publican un año se convierten en libros importantes ese mismo año
- Que la gente compra y lee de inmediato un libro, y no lo deja para el año siguiente (como yo)
- Que las personas a las que hay que entrevistar (críticos) o encuestar (lector común) sólo valen la pena si han leído los libros publicados ese año
- Y así

Todas esas son creencias comúnmente asociadas a los discos y a las películas (que también siguen siendo creencias, aún a pesar de estar asociadas a libros y películas).

Yo no recuerdo haber leído este año un libro publicado por primera vez, reeditado o reimpreso en este 2013. Creo que tampoco me pasó en el 2012; ni en 2011. Creo que siempre ando como un poco demodé. Pero lo cierto es que nosotros, la mayoría de los lectores (que al parece no existimos para los que hacen estas listas) siempre estamos en eso: leyendo la literatura importante publicada en otros años, por no decir que en otros siglos.


Lo más probable es que no todos los libros que se publicaron en un año sean importantes o recordados luego (eso lo sabemos); lo más probable es que algunos libros que pasaron inadvertidos, para el gran público o para la crítica especializada, se conviertan en libros verdaderamente importantes luego (también deberíamos saberlo). Como decía José Bianco: lo que normalmente sobrevive de una época era lo que parecía estar más en contradicción con la época misma.

Rafael Victorino Muñoz (@soyvictorinox)

miércoles, 24 de julio de 2013

Esplendor de Portugal- Antonio Lobo Antunes

      Las notas de contraportada son los textos más falibles al momento de propalar las cualidades de un libro: llenos de lugares comunes, clichés literarios y con una prosa más cercana a la de la publicidad que a la de la crítica propiamente dicha; a menudo pensamos que las cosas que en esta clase de notas se dicen pueden fácilmente referirse a cualquier libro, inclusive el que estamos leyendo, tal es su talante ambiguo.

   Sin embargo, por primera vez puedo decir que coincido plenamente con una de esas pseudo reseñas, en este caso con un extracto de una publicación del diario El país, que aparece citado en la nota de contraportada, donde se presenta a Esplendor de Portugal como una obra en la que el autor ensancha los límites del género de la novela. Y si bien no es una total reinvención del género, sí por lo menos puedo decir que en cada libro Lobo Antunes se reinventa a sí mismo.
  Narrada a cuatro voces, o desde cuatro miradas, Esplendor de Portugal es tanto la visión del colonizador europeo sobre el territorio africano ocupado (en este caso Angola) como la visión de ese europeo hacia su madre patria, de la cual está desarraigado, quedando como en una suerte de limbo: no es europeo, se siente y se sabe despreciado por el europeo (el completamente europeo) ni es africano, ya que desprecia al local y no quiere verlo más que como lo que piensa que es: un ser escasamente superior a un animal de labranza.
   Tres hijos y una madre son las voces que se alternan en deshilvanar o hilvanar el hilo de la historia; una familia completamente disfuncional y atípica: un padre alcohólico, una hija ninfómana, un hijo bastardo y mestizo, un hijo epiléptico y acaso algo retardado. Pienso que a veces en la literatura, proceder de esta manera, es decir, tomando prestadas las voces de personajes que no son lo más conspicuo de una sociedad, sino quizás la escoria, los marginales, los execrados, produce un efecto más interesante, ya que es una mirada ni complaciente, ni conformista. Es una mirada alterna, oblicua, más irreverente, despojada de eufemismos o de posturas políticamente correctas.
   Lo que más gusta de Lobo Antunes es eso, que sus personajes no tienen doble moral, en el sentido de que son como son sin tapujos, aunque lo que digan pueda sonar a todas luces ofensivo para alguien. Por ejemplo, a menudo la madre despotrica de los esclavos negros, quienes tienen la mala costumbre de enfermarse o de morir. Para ella no son más que instrumentos, cosas, un poco más que animales pero menos que personas. No muestra conmiseración ni se disculpa por pensar como piensa, ya que en la visión de mundo donde se ha formado, eso no está mal.
   Y no es porque yo esté de acuerdo con ese discurso o esa forma de ver la vida, sino porque la literatura debe ser auténtica en algún sentido, por lo menos en éste. Y escamotear esa clase de afirmaciones o de visiones, que pueden resultar, como decía, algo o bastante chocantes, equivaldría a edulcorar la historia hasta convertir a la literatura en un cuento de hadas. Pero también, excederse y presentar todo en términos de una total sordidez y corrupción, también puede producir un efecto similar de irrealidad. Claro que Lobo Antunes tampoco peca de eso, sino que se mantiene en equilibrio sobre ambos lados, produciendo una prosa con extraño, inquietante y atrayente lirismo sórdido, valga el oxímoron.
Rafael Victorino Muñoz
@soyvictorinox

domingo, 23 de junio de 2013

Las ninfas - Francisco Umbral

Cuando yo era un joven, un adolescente inexperto, y aún no aprendiz de escritor, tuve la oportunidad de leer una novela sobre un joven, un adolescente inexperto, aprendiz de escritor, que quería- hoy ya puedo reconstruir la frase completa- ser sublime sin interrupción.

A esa edad, me excuso hoy, no importan mucho los títulos de los libros (no me importaban), ni los nombres de los autores; sé que me lo prestaron, el volumen, sé que lo leí rápidamente y lo devolví, más preocupado por el hecho de que me prestarían otros que por el placer en sí del libro. Pero de todas las lecturas de esa primera época verdaderamente feliz de mi vida como lector, ése fue precisamente el que más indeleble se presentaba en la memoria.

Nunca quise preguntar a nadie, por el temor de que el autor resultara a la larga literatura no muy seria aquella que veneraba tanto mi memoria. Claro, tampoco recordaba demasiados detalles, que me permitieran indagar. Es difícil preguntar por un libro del que uno apenas recuerda detalles, cuyo título y autor hemos olvidado. Pero en el fondo, de alguna manera azarosa y vaga lo buscaba, buscaba ese libro.

He aquí que un día estoy en un remate de libros y veo una novela del vallisoletano Francisco Umbral, de quien no había leído más que un paródico diccionario de literatura, donde se burla de todos y de sí, y en unas declaraciones de prensa que querían parecer polémicas o altisonantes. (Según declaraba el autor, no importaba que se acabara la literatura por culpa de la Internet, porque él había desarrollado ya su obra.)

Tomé la novela pensando que, como no tenía un libro del autor, bien podría comprarla (sólo por esa razón), y por ver si aparte de sus insolencias habría escrito alguna vez algo que justificara sus declaraciones tremendistas. Abro una página al azar y encuentro el inconfundible nombre del personaje secundario: Cristo Teodorito, alter ego del personaje principal, narrador protagonista; alter ego, a su vez, del escritor.

Después de comprarlo y llegar a mi casa, debo haber leído el texto con el mismo fervor frenético de mi juventud, y con el mismo juicio concluyente al final, aun a pesar de que solemos creer que todo lo que nos gustaba de niños o de jóvenes (la comida, la ropa, la música o algunas mujeres) son detestables sólo por el hecho de que nos gustaban cuando éramos niños o éramos jóvenes.

Creo haber leído buenas novelas, disfrutando a veces a ratos, a veces al final, a veces ambas (como con Por quién doblan las campanas), a veces cuando se rehace en la mente de manera global la historia (como sucede necesariamente con La invención de Morel). Pero haber degustado cada línea, paso a paso, sólo con Las ninfas (de verdad me parece que el título no dice nada para lo que es), y con una que es completamente diferente: Los tipos duros no bailan.

Las ninfas es una suerte de novela de iniciación mezclada con cuadro de costumbres de la vida literaria de una ciudad provinciana en una España post guerra civil. El argumento no debe diferir demasiado de las de este mismo género: un joven que comienza a conocer la vida, el sexo, las letras, entre delirios religiosos, borracheras y reprobaciones de los padres y de la sociedad.

El inicio es bastante lírico, lo cual es una forma de decir que lo anecdótico es secundario. Esto último va ganando peso y el soliloquio cede paso a la reconstrucción de los hechos; aunque también a la reflexión, reflexión desde la distante madurez del autor (ya mayor de 30 años para la época en que reescribe) y que sin embargo no diluye la esencia del sentir adolescente.

Coincido con Vargas Llosa en su afirmación con respecto a que quienes disfrutamos de la literatura tenemos más recuerdos gratos asociados a lo que hemos leído que a cualquier otra cosa o hecho en nuestras vidas: más recuerdos memorables de libros leídos que- añado yo- de besos (sólo en algunos casos), juegos de básquet, borracheras, viajes, desengaños amorosos. Y acaso todo eso lo vivimos como en un texto.

Por otra parte, mientras leía Las ninfas, mientras recordaba y pensaba en lo que era y fue para mí esta obra (el libro más importante), la mayor pregunta que me hacía- por qué esa emoción había sido tan indeleble para mí- ya había sido respondida por el mismo autor:


... sólo muchos años más tarde he vuelto a saber que, efectivamente... lo que uno lee después de la adolescencia es ya siempre repetición de lo leído (se lee siempre el mismo libro, como se escribe el mismo libro; el que uno quiere leer y escribir, nuestro libro) y porque no hay manera de que un libro leído más tarde pueda poseernos como nos poseyó aquél, como nos poseyeron aquéllos.

Rafael Victorino Muñoz
@soyvictorinox

miércoles, 8 de mayo de 2013

Moby dick: epitafio o libro total


El término libro total ha sido empleado, en no pocas ocasiones, con diferentes sentidos y connotaciones, para referirse a cosas tan dispares como una biblioteca digital o a proyectos culturales, entre otros. Pero, yo siempre he pensado en que el término cabe aplicarlo a algunos libros, ciertos libros, que pueden o quieren abarcar una totalidad. Y aquí noto, nuevamente, que incurre en otro oxímoron (un metaoxímoron), que me obligará a explicarme aún más.
¿Qué clase de totalidad puede abarcar un libro? ¿Puede el libro, un libro, decir todo con respecto a algo, sin que quepa decir nada más, sin que quepa posibilidades para glosas, interpretaciones, comentarios, prólogos y otras adendas? Evidentemente, no: siempre habrá algo más que decir, sobre el tema, o sobre el libro. De modo tal que el libro total en el que pienso sería algo así como la prueba ontológica de San Anselmo: lo mayor que lo cual nada pueda pensarse. Dicho de otro modo, y referido al texto: puede decirse algo más sobre el tema, o sobre el libro, pero ese algo más nunca superará el libro en cuestión.
Hay varios, entonces, que se me antojan como ejemplos: Ulises, sin lugar a dudas, es un libro total, en algún sentido. Pueden decirse muchas cosas sobre Joyce, sobre Stephen Dedalus, puede escribirse una novela que trate de abarcar, en muchas páginas, la totalidad de un día en la vida de alguien; incluso una tan vasta, o más vasta, que la de Joyce, pero no creo que opaque o haga sombra a Ulises. Lo mismo pienso de Moby dick: novela, tratado sobre el arte de cazar ballenas, historia de la caza de ballenas, volumen que compila, comenta y complementa todos los textos anteriores sobre el arte de cazar ballenas y aún más.
Puede haber otros libros sobre la caza de las ballenas, y de hecho pueden haberse escrito (en este momento confieso mi total ignorancia al respecto), pero todos los posteriores van a tener que mencionar, homenajear, parafrasear, o tener en cuenta, de manera u otra, insoslayablemente, la vasta, erudita, sesuda y voluminosa obra de Melville. Incluso, no mencionarla, intencionalmente, puede considerarse una voluntaria reacción contra la misma, algo así como hablar del psicoanálisis sin hablar de Freud; de modo tal que se entrevería claramente la intención iconoclasta, parricida, del autor que decidiera ignorarla (cuando no la ignorancia pura y simple).
Se queda entonces, el libro total, como peñón de Gibraltar, resistiendo el embate del tiempo, y marcando algo que no nos gustaría admitir: algo que no podrá jamás superarse es también algo que no va a volver a ocurrir. En una nota que escribí sobre los clásicos decía: si un libro clásico es la obra que marca el punto culminante de una cultura, una cultura debería cuidarse, entonces, de producir clásicos, porque más allá no hay nada más. Después de la Iliada y la Odisea, no hubo épica griega; después del Quijote, terminó de morir la novela de caballería; después de Melville, no hubo novelas sobre el arte de cazar ballenas (y si las hubo, a nadie le importan).
Un libro total es también un epitafio.


miércoles, 27 de febrero de 2013

Memoria de mis putas tristes, Gabriel García Márquez


Fue muy grande el anuncio para este nuevo libro del premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez. Fue también larga la espera, desde la publicación de Crónica de una muerte anunciada. Para muchos fue grande la decepción; no me incluyo, porque trato de no hacerme demasiadas expectativas: cuando me hablan de una película muy buena, cuando me dicen que me van a contar un chiste que me hará morir de la risa, cuando anuncian la “nueva obra maestra de la genial pluma... etc”; trato, en suma, de pensar de antemano que no debe ser tan extraordinario, así, si resulta buena, es agradable sorpresa, si resulta mala, era lo que esperaba.
(Hablando de películas, ésas que anuncian usualmente con un “del mismo director de...” o “de los creadores de...” son las que precisamente evito ver: sé de antemano que debe ser poco interesante; si no, hablarían de la misma y no del hecho de que coincide con el director o productor de otra (y ni siquiera dicen su nombre), es decir, en realidad no hablan del film en cuestión sino más bien alaban el acierto del anterior. Claro está, actúo de manera distinta cuando la rúbrica es de una persona cuyo nombre ya inspira cierta confianza y garantía: Kubrick, Coppola, Scorsese...)
Volviendo a la triste historia de las putas (el título es, como el libro, sólo un bluff), el planteamiento de la historia, quizá audaz en otra época, no dejaría de sonar a gancho, podría sonar atractivo: los amores (valga el término) de un anciano de 90 años y una joven de 14. Si hubiera sido bien llevada a cualquier terreno, a lo idílico, lo sórdido (porque, quien lo duda, en lo oscuro y sucio hay atracción), a donde fuera, se habría salvado. Pero el autor evita a toda costa ir hacia un lado o hacia el otro, agota las formas de mantenerse en medio y así acaba por no hacer que sus personajes muevan ni al odio ni a la lástima ni a la pena ni a la risa ni al elogio.
El personaje principal y narrador es un hombre gris y mediocre que lo declara a viva voz. Es ese mismo personaje que ya he visto en otras novelas, de Onetti (Cuando ya no importe), de Villoro (El disparo de argón), de muchos otros latinoamericanos. El personaje, decía, habla de sí mismo y se empeña en que todos sepamos que no es ni un héroe ni un desalmado, ni un idiota ni un genio; habla desde su mediocridad, pero lo hace con una lucidez y una retórica impropias de su medianía, lo hace con la voz de un premio Nobel, porque, no hay que dudarlo, la voz es la de García Márquez. Eso le resta el único valor que habría podido quedar: la verosimilitud del personaje.
A mí no me interesa ni la voz ni lo otro, quiero decir, ni únicamente la anécdota. Si creyera que el asunto es sólo la voz en la narrativa, sería, volviendo a la comparación con el cine, como ver una película con guión flojo y con buenas actuaciones. El asunto está en el justo medio: es tanto el chiste como la forma de contarlo. Y en el caso de Memorias de mis putas tristes, no es ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.

París era una fiesta, Ernest Hemingway


De alguna manera, y por alguna razón, nunca me han atraído demasiado las historias sobre los mismos escritores; de hecho he leído pocas biografías de autores (en realidad no recuerdo haber leído ninguna) y sólo algunos diarios: el de Mann, el de Henry James, el de Virginia Woolf y el de Bucowsky; cuatro para ser exactos. Por cierto, coincido un poco con lo que dice este último: él confiesa que no le interesan los hacedores de vino, pero sí los vinos; a mí me atrae la literatura, no quienes la hacen.
Como tales, tampoco conozco demasiadas novelas sobre la vida y el ejercicio de las letras. La muerte en Venecia es uno de esos casos. La mayoría de las veces lo que encuentro son diarios, como los ya mencionados. Aunque la obra de Hemingway tiene algo de ambas: algo de confesión y algo de invención.
Considero que la novela de Thomas Mann es relativamente distinta, porque el centro de atención es el personaje y no sus textos; aunque sí hay algo de reflexión sobre la escritura, sobre el ser de esa cosa que es la escritura. En Hemingway sí abunda el contar (contar y reflexionar) sobre lo textual, sobre lo que estaba escribiendo en ese momento y la preocupación por la técnica. También el personaje de Mann está aislado de todos, incluso de sus iguales; en tanto que el Hemingway-personaje no.
Hemingway, en París era una fiesta, hace un relato a medias edulcorado a medias chismoso y con mucha maledicencia de la vida literaria, como pienso que es de esperarse en esta clase de historias. Por supuesto, el mejor salvado es él; los demás o parecen chiflados (como Walsh) o inspiran lástima (como Joyce). El menos favorecido resulta Fitzgerald, a quien el autor de El viejo y el mar concede un extenso espacio.
Con todo, me intriga saber por qué un retrato de la vida literaria pudo convertirse en un best seller. Pienso que puede deberse a la posición que ocupa Hemingway en el imaginario colectivo norteamericano.

Pubis angelical, Manuel Puig


            Al comprar el libro, antes de comenzar a leerlo, me asaltó el recuerdo, ya algo brumoso por el tiempo, de otras lecturas de Puig. El beso de la mujer araña la recuerdo, aunque muy vagamente, como una buena obra. Pensé en ese momento que la historia de la literatura, por lo menos la historia de la literatura en lengua castellana, había sido injusta con Puig, un narrador que sí estuvo muy bien posicionado en su momento, en el post boom.
        Pero entonces leí este relato amorfo, repartido en tres tramas que no llegan a tocarse y acaso no llegan tampoco a vincularse; leí tanto diálogo estéril, tanto confesión baladí, tanta sensiblería que no sé si quiso parecer parodia pero sólo llega a gazmoñería; leí la supuesta versión del pensamiento de una mujer (si eso es lo que en realidad piensan las mujeres ya no me causa intriga saberlo). Y entonces pensé que lo que permanece en el tiempo es sin duda lo que es.
        En este momento no lamento que se hayan perdido para la posteridad, que no sean leídas hoy día, “injustamente”, obras “importantes”. Con seguridad se merecen estar allí en ese limbo, donde Pubis angelical va a parar, hasta que muera de manera definitiva. Quién sabe si su autor también. Quién sabe qué quedará de él. Tal vez sólo sea mencionado por la mencionada: El beso de la mujer araña. Tal vez la genialidad sólo nos toca una vez, cuando nos toca. Ya lograr algo debería disculpar nuestros demás dislates, nuestras invenciones erradas.
         Hay días que pienso que uno debería ser árbitro de su obra (como ya escribí en alguna parte. Hay en días en que pienso lo contrario, es decir, que como uno no sabe cuál es la acertada debería publicarlo todo y esperar que el tiempo y los lectores den el juicio final. Tal vez sólo quede una línea, tal vez sólo sea una referencia (como Marlowe).
No sé si Manuel Puig habrá muerto. Parece que lo estuviera. Parece sus libros no van a sobrevivir a su propia muerte; quizás sólo sobreviva en antologías, o en enumeraciones del tipo: “en esa época hubo también otros escritores...”