miércoles, 27 de febrero de 2013

París era una fiesta, Ernest Hemingway


De alguna manera, y por alguna razón, nunca me han atraído demasiado las historias sobre los mismos escritores; de hecho he leído pocas biografías de autores (en realidad no recuerdo haber leído ninguna) y sólo algunos diarios: el de Mann, el de Henry James, el de Virginia Woolf y el de Bucowsky; cuatro para ser exactos. Por cierto, coincido un poco con lo que dice este último: él confiesa que no le interesan los hacedores de vino, pero sí los vinos; a mí me atrae la literatura, no quienes la hacen.
Como tales, tampoco conozco demasiadas novelas sobre la vida y el ejercicio de las letras. La muerte en Venecia es uno de esos casos. La mayoría de las veces lo que encuentro son diarios, como los ya mencionados. Aunque la obra de Hemingway tiene algo de ambas: algo de confesión y algo de invención.
Considero que la novela de Thomas Mann es relativamente distinta, porque el centro de atención es el personaje y no sus textos; aunque sí hay algo de reflexión sobre la escritura, sobre el ser de esa cosa que es la escritura. En Hemingway sí abunda el contar (contar y reflexionar) sobre lo textual, sobre lo que estaba escribiendo en ese momento y la preocupación por la técnica. También el personaje de Mann está aislado de todos, incluso de sus iguales; en tanto que el Hemingway-personaje no.
Hemingway, en París era una fiesta, hace un relato a medias edulcorado a medias chismoso y con mucha maledicencia de la vida literaria, como pienso que es de esperarse en esta clase de historias. Por supuesto, el mejor salvado es él; los demás o parecen chiflados (como Walsh) o inspiran lástima (como Joyce). El menos favorecido resulta Fitzgerald, a quien el autor de El viejo y el mar concede un extenso espacio.
Con todo, me intriga saber por qué un retrato de la vida literaria pudo convertirse en un best seller. Pienso que puede deberse a la posición que ocupa Hemingway en el imaginario colectivo norteamericano.

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