martes, 5 de julio de 2011

El hombre en busca del sentido, Viktor Frankl (Edit Herder, 1991).

Admito que estoy sumamente prejuiciado y que tiendo a evitar, literalmente a huir, de todo aquello que de alguna manera suene a o parezca autoayuda. Y en cierto modo el texto de Viktor Frankl, que había visto en ocasiones en librerías, me lo parecía. Hasta que un día leí la nota de contraportada:

El Dr. Frankl, psiquiatra y escritor, suele preguntar a sus pacientes aquejados de múltiples padecimientos, más o menos importantes: "¿Por qué no se suicida usted?"

Volví a depositar el libro en su anaquel y me quedé pensando en aquellas inquietantes palabras. Y así estuve durante días; luego, cada vez que estaba en una librería volvía a mirar el libro y a releer la nota. Curiosamente, nunca encontraba un ejemplar abierto para hojearlo; siempre estaban forrados con ese plástico transparente que suelen usar. Por mi timidez o mis prejuicios no solicitaba a los dependientes que me permitieran desempaquetarlo para hojear en su interior.

Siempre me limitaba a la nota de contraportada, acrecentando cada vez mi curiosidad: qué clase de psiquiatra dice eso a sus pacientes. Creo que ya había leído en parte el libro antes de leerlo, como en un escena de un película de Tarantino, en la que dos contrincantes se enfrentan, pero antes de pelear se observan largamente. Uno de ellos, el que cuenta la historia, dice: “la mayor parte del combate se desarrolló en nuestras mentes”.

Un día, estaba buscando otro libro (Análisis transaccional de Eric Berne); el dependiente me dijo que no tenía ése, pero me podía recomendar otro: El hombre en busca de sentido. Ya no me quedó más remedio y lo compré.

El inicio de la lectura fue una total sorpresa; y esta afirmación no constituye un juicio de valor, es decir, no digo que fuera una sorpresa agradable o desagradable, que fuera bueno o malo. Simplemente, me esperaba algo completamente distinto; me esperaba, imaginaba o creía, por ejemplo, que se trataba de una serie de relatos o historias de vida, interpretaciones de las conversaciones con los pacientes o algo similar. Esta conjetura venía dada por la misma nota de contraportada, tantas veces leída.

La mayor parte del texto narra la experiencia de Frankl, quien hubo de padecer una de las peores atrocidades de la historia contemporánea de la humanidad: la vida en los campos de concentración a los que fueron destinados los judíos durante el nazismo. En efecto, el autor, nacido en Viena, en 1905, en el seno de una familia judía, fue internado en 1942 en el campo de concentración de Theresienstadt. En 1944 fue trasladado a Auschwitz y posteriormente a Kaufering y Türkheim, dos campos dependientes del de Dachau.

Sin embargo, Frankl no se limita al mero relato de los hechos, ya sea de una manera periodística o una manera literaria; su intención, explicitada en el prólogo y en el subtítulo de la edición original, fue escribir un ensayo psicológico. El interés, pues, está orientado al análisis, a la interpretación de los hechos; por sobre todo busca la comprensión de la visión del hombre que ingresa a un campo de concentración y que ha vivido esa experiencia.

De allí que las secciones o capítulos del libro están referidas a los distintos episodios de la vida en estos espacios: la llegada al campo de concentración, el internamiento, la vida en el campo, la liberación, la vida posterior a la liberación. Como decía, las descripciones de los hechos siempre tratan de estar más orientadas hacia lo que los sujetos asimilaban de las experiencias que a lo que realmente sucedía. En tal sentido, las secciones dentro de cada capítulo atienden a aspectos tales como: el sueño, el hambre, la apatía, los insultos, la sexualidad, el arte, el humor, la irritabilidad, la soledad, entre otros.

Como siempre ocurre, o me ocurre, no puedo evitar ciertas comparaciones con otros libros que han tratado asuntos similares, libros que he leído y que tengo frescos en la memoria. La primera comparación, y la más recurrente durante la lectura de El hombre en busca de sentido, fue con el libro de Primo Levy, Si esto es un hombre, que leí el año pasado; aunque los dos libros persiguen, a todas luces, objetivos distintos. Y a pesar de que se diga que toda comparación es odiosa, ésta no lo fue; más bien, la lectura de un texto enriqueció la del otro y viceversa. Porque en cuanto a gustos, en cuanto a juicios sobre el estilo y el tratamiento del tema, los dos libros para mí fueron muy bien llevados, sin caer en las exageraciones (ni exageraron el sufrimiento de los prisioneros ni la maldad de los carceleros, por ejemplo).

Volviendo al libro de Frankl, durante la estancia en el campo de concentración el autor descubre, más bien, construye, el principio de lo que posteriormente será su teoría: la logoterapia. Allí en el campo se da cuenta de lo importante que es tener un sentido, o lo que nosotros llamaríamos un proyecto de vida. De hecho, el factor más determinante en la sobrevivencia en el campo no era la fortaleza física, el tener una mejor constitución, el haber sido una persona de una robusta salud. Pero, mejor dejemos que lo diga con sus propias palabras:

No cabe duda que las personas sensibles acostumbradas a una vida intelectual rica sufrieron muchísimo (su constitución era a menudo endeble), pero el daño causado a su ser íntimo fue menor: eran capaces de aislarse del terrible entorno retrotrayéndose a una vida de riqueza interior y libertad espiritual. Sólo de esta forma puede uno explicarse la paradoja aparente de que algunos prisioneros, a menudo los menos fornidos, parecían soportar mejor la vida del campo que los de naturaleza más robusta. (p. 44-45)

De allí, el autor, como dije, derivó el principio que serviría de base a su doctrina terapéutica, la voluntad del sentido. De esta manera, se contrapone a los principios que orientan otras tendencias en el psicoanálisis (como la libido en Freud). Pero ésa es otra historia, que Frankl desarrolla en el apéndice del libro y de lo cual no me pienso ocupar, ya que me quiero hacer creer que leí una narración autobiográfica y no un tratado de psicología (cosas mías, pues).

Volviendo al tema del inicio, y ya para cerrar, si bien el texto es susceptible de una lectura de autoayuda, y quizás todo texto lo sea, el de Frankl no se limita a esa visión o a esa intención, no es tan básico en su lenguaje y en el tratamiento del tema; por eso, pienso, se puede leer de otra manera, se puede leer como literatura. Por eso lo leí y así lo leí.

Rafael Victorino Muñoz

@rvictorino27

AGRADECIMIENTOS Santiago González Carriedo (2010)

Agradecimientos

Podría decirse que Santiago González Carriedo ha inaugurado un subgénero dentro de la ficción: el pie de página. Claro que el pie de página siempre ha existido, pero no exactamente como literatura de ficción.

Así, pues, Agradecimientos, heredera de las tradiciones joyceanas y cortazarianas, se inscribe en esa tradición de la literatura como puzle, a la que tantos otros se han sumado: Perec, Pavic, Denevi, y muchos más que han apostado por una novela que tiene que ser leída-reconstruida por el lector-jugador.

Kundera decía que el autor debe producir sus novelas de modo tal que sea imposible llevarlas al cine. No me imagino cómo será un pie de página en el cine, pero ahora, leyendo Agradecimientos de Santiago González Carriedo, sé cómo es un pie no en la novela, sino como novela.

Ahora bien, he hablado hasta los momentos de la manera como el autor planteó su texto. Pero, debo hacer una salvedad, y aquí terminan los elogios (si fueron tales) y comienza la crítica (si es que ésta es lo contrario de los elogios). Desde otro punto de vista, Agradecimientos es una ficción que quiere parecer novedosa. Y ese quiere insinúa, desde ya, que hay cierto aire de impostura en la obra.

En efecto, si nos atenemos a la mera trama, que está contada en los pie de páginas, como ya dijimos, la historia que narra González Carriedo no diferiría demasiado de tantas películas que hemos visto, en las que los protagonistas se ven obligados a huir de la ley, debido a un crimen que no cometieron, y en su juicio y en la misma huida se encuentran con una red de conspiraciones y mentiras, pero también con personas que los ayudan.

En suma, si no fuera por los pie de páginas, me sentiría que sólo leo (veo) una nueva versión de El fugitivo, con Harrison Ford en el papel de un escritor de obras policiales.

Rafael Victorino Muñoz

@rvictorino27

La muerte de la literatura, Alvin Kernan (Monte Ávila, 1996 )

Todos han muerto.

Murió doña Antonia la ronca…

César Vallejo, La violencia de las horas


Una amiga me ve con este libro (La muerte de la literatura de Alvin Kernan) bajo el brazo y me pregunta:

- Ay Dios, ¿y quién se murió ahora?

- La literatura- digo yo, con una voz grave que conviene a la ocasión.

- ¿Y de qué murió?

- No se sabe; ni siquiera se sabe si estuvo viva.

Porque ése es el problema de las cosas que uno piensa que son reales y que no existen más que en nuestras propias cabezas acomodadas a la idea de que existen: las horas, el cálculo infinitesimal, el usufructo y el habeas corpus, el valor cero de una mercadería, las líneas limítrofes entre los países y hasta los mismos países. Pienso, luego las cosas comienzan a existir.

A menudo le pregunto a mi perro, que nada sabe de estas cosas (que no se ven ni tienen patas ni huelen), para ver qué opina. Le dije que murió la literatura. De cuál literatura me hablas, preguntó. En verdad no supe qué responderle. Tuve que tomar el libro por la pechera para preguntarle, muy amablemente, de cuál literatura habla.

En suma, lo que me parece más discutible de este libro de Kernan es que parte de la creencia de que la noción de literatura es una noción estática, y que lo que está en crisis no es una visión o concepción de la literatura, sino la literatura misma. Con esta clase de (ir)realidades (discursivas) vale decir que no muere en realidad la cosa, sino lo que yo u otros creemos de la cosa. Pero la cosa acaso sobreviva, de un modo asaz misterioso, como la historia de Fukuyama.

Suponer, por ejemplo, que porque la literatura ha dejado de ser materia obligatoria en muchas universidades (lo cual tampoco sucedía hace trescientos años), y que en su lugar ahora se dan cursos de lenguaje, se va a afectar sustancialmente el modo de leer o de escribir literariamente (sea lo que sea que eso signifique), es presumir que lo que pasa en las universidades tiene mucho que ver con la literatura. (Esto, al parecer, es lo que piensa Kernan.) Pero nada de eso es muy cierto, ni de lejos. La literatura de creación (sea lo que sea que eso signifique) nació y existe y seguirá existiendo fuera de esas instituciones que son la quintaesencia de la ortodoxia.

Por otra parte, tengo para mí que hablar de la muerte de la literatura es como hablar de la muerte de la cultura: cualquier cosa que muera en una cultura significa que algo más nacerá, algo que también se llama cultura; así que no se ha muerto nada, nada puede morir: ni la literatura ni la cultura se crean o se destruyen, se transforman. Puede morir una cultura, pero no la cultura. Cualquier cosa que surja de los despojos de la literatura, cualquier discurso o creación que antagonice con la visión clasicista de Elliot, es también literatura.

A pesar de estos y otros desacuerdos de inicio, pude seguir leyendo hasta el final, y sin embargo coincidir en muchos aspectos con el autor.

Rafael Victorino Muñoz

@rvictorino27

El canon occidental, Harold Bloom (Anagrama, 1997)

Harold Bloom ha escrito un libro. Se titula El canon occidental, y como el mismo título lo dice, se ocupa de ese catálogo, más bien sistema de autores y de libros que nos hemos acostumbrado a tomar como lo más digno y excelso de cuanto se haya escrito a lo largo de la historia de la humanidad. Según el autor, el canon tiene cuatro edades: teocrática, aristocrática, democrática y caótica. Virtud o defecto, sobre todo en las primeras tres edades, los que estudia Bloom son los autores que siempre encontraremos en historias, manuales y enciclopedias. Con el correr del tiempo este volumen puede correr el albur de convertirse en un libro de texto para universitarios que siguen carreras de letras.

Hasta los momentos he dicho cosas muy obvias, pero voy a decir algunas más obvias aún. Voy a hablar de los motivos para escribir un libro así. Harold Bloom ha escrito un libro para reivindicar el canon, es decir, quiere demostrar algo: los textos que son la quintaesencia de la literatura, todos aquellos libros y autores que, como decía, hemos tenido por valiosos a lo largo de la corta historia de la literatura (la literatura tiene muchos años pero el estudio de la literatura es una disciplina no tan vieja), no son producto de un azar veleidoso, no han sido únicamente lo que sobrevivió al paso del tiempo por capricho, ni son producto de la imposición de una clase dominante (llámese nobleza o burguesía), sino que hay una razón de base o de peso para que éstos y no otros sean los textos canónigos, una razón que subyace a todos los elegidos, y permite incluirlos a ellos y excluir a los otros, una razón en suma estética, literaria.

Nuestro autor dice que reivindica, pues, la lectura (o la escritura) con fines simplemente estéticos, antes que aquella lectura sociohistórica. Lo hace para contrariar al marxismo, y para abogar por sus defendidos (a quienes a menudo se les acusa de legitimar los modelos burgueses y capitalistas): Dante no sería el resultado de la imposición de un modelo económico; es el artista el que crea (postura afín con los ideales del romanticismo y con la concepción del sujeto de la modernidad). Y aún cuando admite Bloom que las fuerzas sociales existen, así como existen las masas, la gleba, arguye que éstas todavía no han escrito una buena novela.

Ahora bien, la necesidad de apuntalar el canon puede tener varias interpretaciones, lo cual es volver al asunto de los motivos o de las razones que mueven a Bloom en su quijotesca tarea. Por un lado, algunos considerarán que su actitud es propia de un reaccionario; otros verán en su escrito la gesta del paladín, que lucha a brazo partido, oponiéndose a los que arremeten continuamente contra el canon. En esta visión se alinean, seguramente, los que consideran se deben defender las formas clásicas (ya que lo canónigo se piensa está absolutamente ligado a una forma, única en su diversidad).

A los que quieren dinamitar el canon desde sus cimientos, Bloom los llama despectivamente la escuela del resentimiento: subgrupos de activistas que pretenden que un grupo de autores menores sean tomados en serio, esgrimiendo razones nada literarias sino más bien propalando como virtudes el sexo, la raza y otras cosas por el estilo. A los partidarios de la escuela del resentimiento se les acusa de darse a la tarea de levantar y perpetuar una calumnia según la cual los autores canónigos no son mejores que otros, literariamente hablando, sino que están allí por ser de una clase social particular, y que para pertenecer al canon hace falta ser: 1) hombre, 2) blanco, 3) europeo (o anglosajón) y 4) estar muerto.

De una forma un poco nebulosa, Bloom trata de definir al autor canónigo como aquel que logra generar en los escritores posteriores una influencia ineludible. Tengo tantas cosas que objetar a esta definición que no creo que termine nunca esta nota. Por ejemplo, ¿por qué no incluye a Kant o a Freud como autores canónigos, si sus obras han sido bastante influyentes? ¿Por qué sólo autores de literatura de creación en el más estricto sentido del término? Yo me considero influido por Hitchock.

También me pregunto, si un libro es bueno, pero no se crea una corriente, una escuela, una tradición a partir de él, ¿deja de ser bueno? Si un autor escribió un libro notable, pero no influyó a nadie, ¿pierde su notabilidad? Me pregunto si Bloom habrá leído el ensayo sobre Kafka y sus precursores, en el que Borges anotó: “El hecho es que cada escritor crea a sus precursores”, y también crea sus influencias (añado yo, modestia aparte). Hablando del mismo Borges, un autor bastante influyente, fue a su vez influido por otros, como Marcel Schwobb. Los que influyen a los influyentes deberían aparecer, por antonomasia. Pero no es así en el caso de Schwobb. Tengo para mí que nosotros los que escribimos nos esforzamos por no parecernos a ninguno de los autores de primera fila, y si se va a notar alguna influencia, preferimos que sea de algún escritor menor, ésos de segunda fila que son la verdadera sal de la literatura.

Pero prosigamos con la propuesta de Bloom, la influencia que genera un autor se puede medir, se puede determinar, pero con un modelo de su invención claro está. De modo tal que a partir de la aplicación de dicho modelo, se puede decir qué tan canónigo resulta un autor. (No estaría mal la cosa, si fuera cierta o por lo menos factible.) A partir de esta idea, Bloom considera que los tres escritores centrales en la literatura occidental (canónigos entre los canónigos) son Dante, Shakespeare y Cervantes, pero Shakespeare es el centro absoluto e indiscutible. (Claro que si él fuera español otro gallo cantaría: el gallo se llamaría Cervantes.)

Ahora, cuando Bloom tiene que explicar las razones por las cuales sus autores canónigos generan una influencia ineludible, olvida sus votos por la estética y por lo literario in strictu sensu: explica a Kafka desde el judaísmo, a Borges desde el gnosticismo y reivindica a Shakespeare como el inventor de la introspección, o algo así: “ahí localizaría yo la clave de que Shakespeare sea el centro del canon... no sólo supera sus rivales sino que inventa la descripción del cambio interior basándose en la facultad de los personajes de oírse casualmente a sí mismos”, dice. Estoy bastante lejos de creer que ésa sea la mayor virtud literaria (si es de literatura que estamos hablando), tanto del autor de Hamlet como del resto de la tradición occidental.

Por otra parte, me gustaría preguntarle a Bloom por qué no dedica un capítulo a Balzac o a Flaubert (franceses) y prefiere a George Eliot y a Dickens (anglos). Debe ser la misma razón por la cual en el apéndice del libro (el verdadero canon o catálogo), en el aparte dedicado a nuestro siglo (que él llama la “edad caótica”), hay exactamente 161 escritores norteamericanos, en contraste con sólo 19 latinos, nada más 13 españoles y ningún japonés. Definitivamente, Bloom ha acabado con el mito de que para formar parte del canon hace falta ser hombre, europeo (o anglosajón), ser blanco y estar muerto; no, lo que hace falta es ser norteamericano y amigo de Bloom (o compañero de trabajo en su universidad).

Harold Bloom, decía, ha escrito un libro con una idea en mente: defender el canon occidental. No sé si, tomándolos por separado, alguno de los autores canónigos necesite ser defendido para mantener su posición. Quizás el error de Bloom verdaderamente sea defender el canon como sistema, más aun, suponer que hay un sistema y una organicidad en propuestas literarias tan diversas como Jane Austen y James Joyce. Tengo para mí que no existe tal canon (salvo el que uno haga a título personal). Hay autores, mejor aún, hay obras. El intento de Bloom está condenado al fracaso por ello, porque es un absurdo tener que escribir un libro para defender el canon: si fuera verdadero, no necesitaría defensa. Porque en suma lo que hace es defender el pensamiento, la idea o la visión de que hay un canon. Ese pensamiento es lo que se tambalea, se está desmoronando (y no sólo por el ataque de la escuela del resentimiento). A ver cuándo se termina de caer. Seguiremos informando.

Rafael Victorino Muñoz

@rvictorino27

PD: a muchos críticos les gusta buscar las influencias y relaciones entre obras y autores; ésa es la clave de nuestro autor. Yo prefiero tratar de leer cada libro como si los demás no existieran. La mayoría de las veces lo que hago es pensar en lo que no está y podría estar en cada texto; en el caso del que reseño, lamento la omisión de un autor: Charles Bucowsky, que ha generado no poca influencia, si fuéramos a creerle a Bloom que esto es lo importante.